Los viajes son como los atardeceres;
si uno los espera demasiado
se los pierde


Angel se acababa de jubilar. Siempre había deseado poder tomarme unas vacaciones por pequeñas que fueran, fuera de los periodos típicos vacacionales: navidad, semana santa o Julio/agosto. Los viajes resultaban mucho más asequibles y se movía menos gente. Por otro lado, nuestros hijos nos animaban a dar el “gran salto” a otro continente. Y por desgracia, mis padres no estaban ya conmigo. Tampoco iba a esperar a jubilarme yo. A lo mejor, era tarde. Así que nada me impedía hacerlo.

Es más, debía: era el viaje de novios, el que no pudimos tener 33 años atrás. Este viaje era la celebración de toda una vida juntos y de su reciente jubilación.

Elegimos el sureste asiático, en concreto nos aconsejaron Tailandia para ser la primera vez, ya que nos lo describieron como un país “fácil” para el turismo. Además resultaba económicamente asequible a nuestros bolsillos. 

Claro que valoré la posibilidad de hacerlo por mi cuenta. Pero esto supondría más tiempo de estancia ya que moverse por cuenta propia por el país era bastante complejo, debería ir "a salto de mata" y mi inglés no es tan bueno como para entenderme telefonicamente cada vez que tuviera que realizar reservas en hoteles y el país no es como para alojarse en cualquier sitio. Ni tengo edad, ni ganas ya.

Así que después de mirar distintas agencias, nos decidimos por una cuyo precio y prestigio nos daban confianza. Ampliamos el seguro de accidentes para que nos cubriera anulación y gastos sanitarios por un mayor importe que el básico que ofrecía la agencia y nos lanzamos a nuestra primera aventura “transcontinental”.

Era un viaje soñado, pero los sentimientos eran ambivalentes, ya que me creaba mucha incertidumbre y ansiedad al ser la primera vez. Jamás habíamos hecho un viaje así, organizado. No me gustaban los grupos, y cuanto más grandes, menos. No sabía cuántos íbamos a componerlo, ni si encajaríamos y nos adaptaríamos  bien al ritmo que nos marcaran. Nos íbamos muy lejos de casa, y había días en los que íbamos a movernos solos, en concreto el primero, sin saber siquiera cómo íbamos a desplazarnos a 100 km de la capital,  y alguno más al final que me preocupaban menos. Todo, todo iba a ser nuevo para nosotros. Era consciente de que iba a recibir lo que buscaba: un shock cultural y eso, que me atraía, también me atemorizaba. Tanto que cinco días antes de iniciar el viaje me encontré en las urgencias de un hospital con lo que diagnosticaron como un “ataque de gastroenteritis aguda” un pelín complicado con algo más que no viene al caso relatar.

Relatarlo y colgarlo es, una vez más, el resultado de mi mala memoria. No quiero que los años tejan un velo que lo vaya difuminando  y que poco a poco el tiempo lo vaya borrando.


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